Confesiones de un creador invisible (y por qué Google me ha hecho un favor)

Tener un blog que Google ha decidido no indexar, porque “patata”, tiene sus ventajas. Puedo escribir sobre lo que quiera, como quiera, porque quiero. Libremente. Nadie va a tropezar con esto en una búsqueda casual. Y eso me da algo raro, casi valioso: una forma de escapar de la polémica, la crítica, el señalamiento... mientras soy polémico.



Es como discutir con un espejo que no responde.

Pero está bien. Me gusta esa libertad sin audiencia.

Por eso hoy me apetece escribir algo personal. Una confesión. Y es que, desde siempre, desde que era un niño escribiendo poemas en libretas que nadie leía, hasta hoy, que juego con DeepSeek y ChatGPT como si fueran extensiones de mi cabeza, siempre he querido ser leído.

No famoso. No rico. No trending topic.

Solo leído. Solo comprendido. Como decía Simone Weil:

La atención es la forma más rara y pura de generosidad.

Y yo, lo que más he anhelado, es que alguien alguna vez me regalara esa generosidad.

Leerme. Escucharme.

Quizás no sea vanidad. O quizás sí. No sé. En todo caso, no creo que sea una necesidad tan extraña. Querer ser visto es, de alguna forma, querer existir. Como decía David Whyte:

Ser humano significa estar en conversación. Y necesitamos desesperadamente ser escuchados.

Pero cuando creces con un padre autoritario y narcisista, esa necesidad de ser visto se vuelve otra cosa. Se vuelve búsqueda de aprobación externa, miedo a la crítica, pánico a no estar a la altura. Es como si cada palabra que escribes llevara en sí una nota a pie de página invisible: ¿me quieres ahora, papá?

Y sin embargo, me doy cuenta de algo extraño. Siempre he tenido suerte (o quizás un ángel de la guarda digital) que me protege de una visibilidad excesiva. Es como si el universo supiera que no estoy listo del todo. Porque cuando alcanzo cierta visibilidad, aunque sea puntual, no sé gestionarla.

No cuando es negativa.

Puedo recibir cientos de likes, comentarios amables, mensajes agradecidos… pero si hay tres críticas ácidas, tres personas que dudan de mi intención o cuestionan lo que digo, me hundo. Me justifico. Me enredo. Me agoto. Jay Baer lo resume así:

No eres tan bueno como dicen tus fans, ni tan malo como dicen tus haters.

Pero yo, muchas veces, solo escucho a los segundos.

Y ahora, como si fuera una broma cósmica, mis posts —esos textos caóticos, a veces tecnológicos, a veces personales— están empezando a tener cierta tracción en LinkedIn. Donde antes no pasaba de 100 visualizaciones, ahora rozo o supero las 1000 fácilmente. Y con frecuencia.

Y no sé si eso es una bendición o una trampa.

Porque LinkedIn tiene algo de escenario de talento y algo de campo minado. Una red llena de personas que, como yo, quieren ser vistas profesionalmente. Algunas comparten lo que saben de verdad. Otras aparentan saber. Y otras simplemente se dedican a señalar, ridiculizar o corregir al que se expone. No con ánimo de construir. Sino con deseo de aplastar.

Eso no es debate. El debate es bueno.

Me encanta un buen intercambio de ideas. Si alguien me convence, le doy la razón. No me duele. Aprendo. Pero esto es otra cosa. Esto es lo de Twitter (llámalo X). Esto va de destruir al otro. Como bien apunta Jonathan Haidt:

Las redes sociales premian la indignación, no la comprensión.

Y ahí es donde pierdo el equilibrio.

Porque, a mis 54 años —y lo digo con cierta vergüenza— todavía me cuesta. Todavía me afecta. Todavía me atrapan los comentarios que buscan hacer daño. Todavía me apresuro a explicarme, a justificarme, como si aún tuviera 12 años y me defendiera de un grito.

Pero quizás... quizás es hora de enfrentar eso.

Quizás estos momentos de visibilidad sean lecciones disfrazadas. Porque necesito aprender a desapegarme de lo que creo. A entender que lo que escribo no soy yo. Que mis ideas pueden tener vida propia y que está bien si no gustan a todos. Citando a Rick Rubin:

El arte no es tuyo. Lo creas, sí, pero luego es del mundo. Si lo atas demasiado a tu ego, morirás con cada crítica.

Y también necesito aceptar que nunca gustaré a todo el mundo. Que hay personas heridas, amargadas, sarcásticas, que solo se sienten válidas criticando a los demás. Personas que, en vez de construir, rompen. Como mi padre. Y creen que eso las hace fuertes.

Pero no lo son.

Puedo describirlos tal y como estoy pensando ahora mismo, mientras escribo: “Son infantes con el culo cagado, con muchas ganas de opinar.

Así que sí, Google me ha hecho un favor.

Este blog invisible es mi refugio. Aquí puedo escribir sin tener que defenderme. Sin tener que explicarme. Sin que nadie se sienta llamado a bajarme del escenario.

Quizás por eso este lugar, lleno de ecos y de ausencias, sea el único lugar donde me siento libre para ser completamente sincero.

Gracias por no encontrarme.

Image by Nicolás from Pixabay.

Comentarios

Entradas populares