El suicidio de Logan Paul y los límites de YouTube: no todo vale

Análisis sobre ética en contenidos digitales

Han pasado años desde que Logan Paul cruzó una línea que muchos preferirían olvidar. Pero aunque el algoritmo haya seguido su curso y la indignación se haya disipado bajo nuevas polémicas y virales de turno, los fundamentos éticos de aquel caso siguen tan vigentes como lo estaban en 2018. O más.

Hoy, en 2025, ya nadie duda de que YouTube —como toda plataforma digital— es, ante todo, una empresa. Su objetivo es ser rentable. Y para lograrlo necesita atraer, retener y monetizar audiencias. Sin los creadores de contenido, eso sería imposible. Sin los millones de personas que cada día consumen vídeos, shorts, podcasts y transmisiones en directo, no habría anuncios, ni membresías, ni superchats. No habría negocio. Es una cadena perfectamente engrasada donde todos dependemos de todos.

También es un hecho que los creadores con audiencias masivas —decenas de millones de suscriptores, cientos de millones de visualizaciones— son el eje de esa maquinaria. Su visibilidad es la vitrina donde se expone el producto real que YouTube vende: el tiempo de atención del usuario. Y ese tiempo, en un mercado saturado y ansioso, vale oro.

Por eso, cuando uno de esos creadores estrella traspasa los límites —no creativos, sino humanos— es inevitable cuestionar no solo su comportamiento, sino la reacción de la plataforma. Y en el caso de Logan Paul, esa reacción fue tibia. Insuficiente. Dolorosamente funcional.

No se trata de censurar el humor negro, la ironía o el contenido irreverente. El problema no fue hacer una broma de mal gusto. El problema fue transformar la muerte en contenido, convertir el sufrimiento ajeno en una miniatura de YouTube y en una curva ascendente de monetización. No fue solo una falta de sensibilidad. Fue una demostración de que el espectáculo, en manos equivocadas, puede deshumanizar.

Aquel video en el bosque de Aokigahara no fue un error. Fue una elección. Una decisión consciente de priorizar el impacto sobre la empatía, el clic sobre el respeto. Y si bien Logan Paul ha intentado redimirse desde entonces —con donaciones, disculpas, reinvención personal—, la responsabilidad no termina ahí. Porque donde un creador falla, una plataforma debe responder.

YouTube debió actuar con contundencia. No por castigo, sino por ética. No para complacer al público indignado, sino para marcar un precedente que guíe a los miles de creadores que ven en la viralidad un fin en sí mismo. Lo que estuvo en juego no era solo una cuenta, sino el mensaje que se envía al resto de la comunidad: que hay líneas que no deben cruzarse. Que la libertad de expresión no es sinónimo de impunidad.

Y esto sigue siendo relevante hoy, porque en 2025 la creación de contenido se ha vuelto aún más omnipresente. Con inteligencia artificial generando voces, rostros y guiones. Con adolescentes soñando con ser influencers antes que cualquier otra cosa. Con plataformas compitiendo por atención al precio de la desinformación, la banalidad o el sensacionalismo.

Ahora más que nunca, necesitamos una conciencia colectiva en el ecosistema digital. Una ética compartida. Y no se trata de moralismos, ni de normativas impuestas desde arriba, sino de asumir que quienes generamos contenido tenemos un poder que implica, necesariamente, una responsabilidad. Igual que el cine, la televisión o la prensa. Con los mismos límites. Con la misma madurez.

Logan, probablemente nunca leas esto. Pero ojalá sí lo lea alguien que esté por publicar su primer video, su primer short, su primer stream. Alguien que aún puede entender que los números no justifican cualquier medio. Que la fama no puede construirse sobre la tragedia ajena. Que la línea entre el contenido viral y el contenido tóxico es, a veces, peligrosamente delgada.

Y tú, lector, si has llegado hasta aquí, compártelo. No por mí, sino por todos los que creemos que crear contenido en 2025 debe seguir siendo sinónimo de aportar algo, no de destruir algo. Porque no todo vale. Porque nunca debió valer.

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