¿Puede existir una dictadura buena? Democracia, filtros ideológicos y la verdad que no se dice
La mayoría de los debates públicos de hoy están plagados de eufemismos, miedos a incomodar y estructuras discursivas que protegen más el relato que la verdad. Y cuando uno se atreve a romper ese molde, muchas veces es acusado de extremista, nostálgico o insensible. Pero hay una pregunta que sigue incomodando tanto a progresistas como a conservadores. Una pregunta que, sin embargo, merece una respuesta clara:
¿Puede existir una dictadura buena?
La conversación que has iniciado en tu cabeza, o quizá la que estás leyendo ahora en este blog, no es una provocación gratuita. Es una exploración profunda, crítica y dolorosa, de realidades que no caben en el eslogan cómodo.
Vamos paso a paso.

(Salvo que seas un necio o necia incapaz de debatir, contraargumentar o simplemente le duelan las ideas. En ese caso puedes seguir con tu fanatismo de largo. Este artículo es para personas que no tengan miedo a hacerse preguntas incómodas.)
I. Civilizaciones antiguas y el cinismo contemporáneo
Empecemos desmontando un doble rasero histórico muy común: la idealización de las culturas antiguas. Roma, Grecia, Egipto, China imperial, el Imperio Azteca... todas esas sociedades fueron profundamente violentas, jerárquicas y represivas.
Pero eso se suele ocultar detrás de palabras como "esplendor", "sabiduría ancestral" o "grandeza civilizatoria".
No hay que maquillar nada:
- La esclavitud era norma.
- La tortura y el sacrificio, institucionalizados.
- El disenso, castigado con la muerte o el exilio.
- La libertad individual, inexistente.
En resumen, esas viejas culturas que admiras y tomas como ejemplo... eran dictaduras, pero con otro nombre.
Y, sin embargo, esas civilizaciones se alaban sin reservas desde la academia, el arte, el cine y los organismos culturales.
¿Por qué entonces se condena con tanta vehemencia cualquier intento contemporáneo de orden autoritario, por efectivo que sea?
Ahí empieza el cinismo.
II. La dictadura como posibilidad funcional
No todas las dictaduras son iguales. Y no todas fracasan en sus objetivos iniciales.
Hay regímenes autoritarios que, en contextos de caos, han logrado:
- estabilizar un país en guerra,
- erradicar la violencia sistémica,
- alfabetizar a millones,
- acabar con la corrupción institucionalizada,
- o industrializar naciones enteras en una generación.
Como algunos ejemplos el régimen comunista autoritario chino o la actual "dictablanda" de Nayib Bukele. El primero, tras reconvertir su economía estatista en una brutal economía capitalista, dirigida bajo un régimen autoritario, ha convertido al mayor país del mundo en el primer país como potencia económica. El segundo ha conseguido lo que nadie creía posible. Un país latinoamericano seguro para sus ciudadanos. (¿A que pensabas que te iba a nombrar la etapa tardía del franquismo y el "milagro español" -1950 a 1970-?)
¿Eso las convierte en “buenas”?
Depende del marco que uses. Pero sí, desde una lógica pragmática, no moralista, pueden ser eficaces, legítimamente populares, e incluso deseadas por pueblos enteros que ya han probado las fallas estructurales de la democracia liberal.
Y eso nos lleva a un caso actual que lo ilustra perfectamente y que volveré a citar: El Salvador bajo Nayib Bukele.
III. Bukele y la “dictablanda” popular
Bukele ha sido capaz de lo que ningún líder democrático han logrado en América Latina: reducir drásticamente la criminalidad sin perder el apoyo popular. Y hacerlo con una narrativa frontal, desafiante y desobediente frente a la corrección política internacional.
El país que fue considerado uno de los más peligrosos del mundo ahora tiene tasas de homicidio más bajas que algunas regiones europeas. Las pandillas que aterrorizaban a barrios enteros, extorsionaban, violaban y mataban con total impunidad, hoy están tras las rejas o desarticuladas.
Claro que esto ha tenido un coste:
- detenciones masivas sin juicio,
- régimen de excepción indefinido,
- debilitamiento del poder judicial,
- censura indirecta,
- y una concentración de poder que técnicamente se aleja de los estándares democráticos formales.
Pero… más del 80% de los salvadoreños lo apoya. Y no lo hacen porque sean ignorantes o manipulados: lo hacen porque su vida concreta ha mejorado.
Entonces, ¿qué vale más? ¿La pureza institucional o la seguridad vivida?
IV. Los vigilantes que nadie vigila: ONGs y organismos internacionales
Aquí aparece otro eje del debate: la deslegitimación creciente de quienes dicen ser “guardianes universales” de los derechos humanos.
La ONU, Human Rights Watch, Amnistía Internacional y decenas de ONGs y organismos multilaterales lanzan comunicados denunciando las prácticas de Bukele o de cualquier régimen autoritario funcional. Pero cada vez más personas responden con escepticismo.
- ¿Dónde estaban esos organismos cuando las pandillas mataban niños a machetazos?
- ¿Por qué actúan con firmeza en unos países y con tibieza en otros?
- ¿Por qué sus sedes están llenas de burócratas bien pagados, mientras su impacto real en el terreno es mínimo o inexistente?
La verdad incómoda es que el activismo se ha profesionalizado hasta convertirse en una industria. Una industria que vive de mantener las causas abiertas, no de resolverlas.
Y esa desconexión con la realidad concreta ha erosionado su autoridad moral. Ya no se los ve como entidades neutrales, sino como facciones ideológicas, muchas veces al servicio de intereses políticos o económicos globales.
V. La democracia también reprime
Y aquí viene otro punto crucial del debate. La democracia también cohibe libertades. A la vez que no siempre ofrece resultados.
- Control masivo por big data.
- Censura indirecta a través de plataformas y bancos.
- Polarización estructural que impide consensos.
- Gobiernos democráticos que empobrecen, corrompen o entregan su soberanía.
En Europa o América Latina, millones sienten que viven en una democracia formal que no les representa, ni les protege, ni les garantiza lo mínimo.
Entonces, ¿cuál es la superioridad automática de la democracia frente a otros modelos? ¿La estética del proceso? ¿Las elecciones cada 4 años? ¿Los parlamentos que no legislan?
Una democracia sin contenido se convierte en una fachada.
Una dictadura sin represión puede ser percibida como restauradora.
Ambas pueden fallar. Pero solo una se presume moralmente intocable. Y eso es parte del problema.
VI. ¿Y tú, de qué lado estás?
Después de todo esto, no se trata de justificar dictaduras por nostalgia ni de demonizar la democracia por frustración.
Se trata de pensar fuera del guión.
De entender que el mundo no es una serie de Disney donde hay buenos y malos claros. Se trata de admitir que hay contextos donde una “dictadura buena” es no solo posible, sino deseable para quienes sufren sin alternativas.
Y al mismo tiempo, entender que toda concentración de poder absoluto —aunque inicie bien— es un arma de doble filo. Porque lo que hoy usa la mano firme para salvarte, mañana puede usarla para aplastarte.
VII. Pensamiento sin filtros
Este artículo no pretende cerrar el debate.
Pretende abrirlo.
No hay respuestas únicas, pero sí hay maneras de pensar más libres. Y para eso hay que dejar de temerle a palabras como “autoritarismo”, “orden”, “represión”, “hegemonía”, “disidencia”, “doble rasero” o “legitimidad popular”.
Las democracias deben defenderse, sí. Pero también deben autoexaminarse con el mismo rigor que aplican a otros. Y si una dictadura funcional mejora la vida real de su gente, no se puede ignorar esa verdad solo porque duele al marco ideológico.
Se puede criticar su forma, pero no negar su resultado.
¿Puede existir una dictadura buena?
No en términos morales absolutos. Pero sí en términos prácticos, situacionales y populares.
Y si no entendemos esa diferencia, seguiremos construyendo relatos bonitos que no sirven a la realidad, sino al autoengaño.
Por cierto, España hoy es una "dictablanda". La dictablanda del Sanchismo. Nos guste o no. Ahora, ¿buena o mala? Yo ya tengo mi propia opinión al respecto. Y está escrita en este artículo.
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