Contra la forma: una crítica a la estructura piramidal de la sociedad
Desde los estratos más bajos de la sociedad, donde los rostros se pierden en la masa y las voces se diluyen en el ruido, hay una perspectiva que rara vez ocupa titulares: la de quienes, sin querer cambiar el sistema por otro, se atreven a cuestionar su forma. Porque mientras la historia discute las ventajas del capitalismo frente al comunismo, o la eficiencia de la democracia frente a la dictadura, pocos se detienen a observar que, más allá de los nombres, los colores y los esloganes, la estructura es casi siempre la misma. Una pirámide. Una cima, una base y unos peldaños inestables en el medio.

La cima, ocupada por una élite que decide, que ve, que planea. Una clase intermedia que ejecuta, que transmite, que controla. Y una base amplia, inmensa, que sostiene todo el peso del conjunto. A veces se le recompensa con migajas, con esperanza, con entretenimiento. A veces, ni eso. Pero el principio estructural se mantiene: una minoría que manda, una mayoría que obedece.
Este patrón se repite con una persistencia casi biológica. Lo encontramos en regímenes autoritarios, en democracias liberales, en monarquías, en burocracias comunistas, en teocracias y en repúblicas parlamentarias. Cambian las normas del juego, pero no el tablero. Se nos cambia el collar, pero seguimos siendo los mismos perros. Unas veces es de cuero fino, otras de hierro oxidado, otras de colores vivos con campanita incluida. Pero siempre collar. Siempre soga. Siempre jerarquía.
La movilidad dentro de esta pirámide también está cuidadosamente regulada. A menudo se nos promete que con suficiente esfuerzo, talento o sacrificio, uno puede escalar. Y es cierto: algunos lo logran. Pero lo hacen en una cantidad lo suficientemente limitada como para no poner en peligro la estabilidad del sistema. Porque si la base pudiera escalar masivamente, la pirámide colapsaría. El sistema sólo puede funcionar si el movimiento es excepcional, si hay un filtro que separe a los pocos destinados al ascenso del grueso destinado a permanecer.
Lo paradójico es que tanto el comunismo como el capitalismo critican en el otro justamente este fenómeno. Los capitalistas denuncian las castas del socialismo real, la burocracia opaca, la falta de incentivos. Los socialistas critican las oligarquías económicas, la desigualdad estructural, la meritocracia amañada. Pero lo que ninguno de los dos parece querer tocar es la forma. Ambos modelos terminan por estructurarse de manera vertical, jerárquica, piramidal. Aun con intenciones opuestas, sus arquitecturas sociales reproducen las mismas lógicas de mando y obediencia.
Esta crítica no es nueva, aunque tampoco es popular. Algunos pensadores han osado ponerla en palabras, aunque sus nombres a menudo queden al margen del discurso dominante. Max Stirner, por ejemplo, con su filosofía del individuo irreductible, denunciaba las "ideas fantasma" que someten al sujeto: la nación, el Estado, la moral, la sociedad. Para él, cualquier estructura que antepusiera un ideal colectivo al individuo era una forma de dominación.
Benjamin Tucker, en Estados Unidos, promovió una versión del anarquismo individualista que desconfiaba tanto del Estado como del capital monopolista. Su propuesta era un mercado libre no capturado por la élite ni intervenido por el poder. Una utopía donde el intercambio fuera entre iguales, no entre jerarcas y subordinados.
David Graeber, en tiempos más recientes, señaló que la historia de la humanidad no es la historia inevitable de la jerarquía. Junto a David Wengrow, en "El amanecer de todo", revisaron evidencia arqueológica que sugiere que han existido sociedades complejas y no jerárquicas. Es decir, que otras formas son posibles, aunque no hayan sido las dominantes.
Ivan Illich criticó las instituciones que, bajo la promesa de servirnos, terminan por condicionarnos. Denunció la escuela como un mecanismo de domesticación, la medicina como una estructura de dependencia, la tecnología como una trampa de eficiencia. Para Illich, la verdadera libertad estaba en la desinstitucionalización de la vida cotidiana.
Murray Bookchin propuso un modelo de organización descentralizado y horizontal, basado en asambleas locales y confederaciones voluntarias. Su "municipalismo libertario" intentaba ofrecer una alternativa real a las estructuras piramidales del Estado y del capital.
Y sin embargo, a pesar de estas propuestas, la forma piramidal persiste. Tal vez porque, como argumentó Thomas Hobbes, sin una autoridad central nos sentimos en peligro. Tal vez porque, como señalan los funcionalistas, la jerarquía permite eficiencia, orden, especialización. Tal vez porque, como Yuval Harari sugiere, las grandes sociedades humanas simplemente no saben funcionar sin ficciones jerárquicas que las organicen. Tal vez porque seamos más hormigas que arañas.
Entonces, ¿es la pirámide inevitable? ¿Estamos condenados a vivir en sistemas donde unos pocos deciden y la mayoría obedece, sin importar cuál sea el color del gobierno o el nombre del partido?
Hay algo profundamente inquietante en esta posibilidad. Porque si la crítica no está en la ideología, sino en la forma, entonces no hay reforma posible que no pase por la demolición de esa forma. Y eso no se consigue con leyes ni con votos, sino con un cambio civilizatorio profundo: en la manera de organizarnos, de relacionarnos, de valorar la vida, el trabajo, la propiedad y el poder.
Pero, a la vez, surge una pregunta incómoda: ¿Estamos preparados para una sociedad sin jerarquías? ¿Sabemos realmente vivir en horizontal? Porque una cosa es denunciar la dominación y otra muy distinta es saber habitar el caos de la libertad.
En las pocas ocasiones en que se ha intentado vivir de forma no jerárquica, los resultados han sido tan frágiles como fugaces. Las comunas, los consejos, las cooperativas horizontales, a menudo terminan cooptadas, burocratizadas o simplemente disueltas. No porque la idea sea inviable, sino porque las personas que las habitan siguen formadas en la obediencia, en la espera, en la necesidad de una voz superior que decida.
Y entonces llegamos a una conclusión honesta, aunque desconcertante: lo preparado o no que está una persona para afrontar una sociedad horizontal es otra discusión, ya que esto se convierte en una utopía irrealizable si nos atenemos a la historia conocida de la humanidad... y probablemente a la no conocida también.
Pero tal vez, y sólo tal vez, el primer paso para imaginar otra forma de organización social no esté en los manifiestos ni en las revoluciones, sino en la conciencia radical de que el problema no está en el sistema, sino en su forma. En dejar de pedir un collar más bonito. En aprender a caminar sin él.
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