El tranvía silencioso: de los cayetanos de Cádiz a los bros de Chiclana

El tren llegó a Cádiz con puntualidad británica. Una brisa salada me dio la bienvenida mientras cruzaba el puente hacia el casco histórico. Era sábado, mayo, la ciudad rebosaba vida. No era una sorpresa: Cádiz centro, con sus callejuelas luminosas y olor a mar, se ha convertido en uno de los destinos preferidos del turismo nacional, especialmente de esa nueva aristocracia urbana que algunos llaman "cayetanos".

Y allí estaban. Los reconocí al instante. Camisetas de lino, mochilas ergonómicas de diseño nórdico, gafas de sol redondas y un despliegue casi militar de carritos de bebé con ruedas de montaña. Las “cayetanas”, siempre bien peinadas, hablaban con tono alto y pausado, proyectando una seguridad aprendida desde la cuna. Llevaban, como mínimo, dos hijos por pareja. Algunas tres, pero dos es la norma, lo que dicta la costumbre. No es que me molestaran. No es eso. Es que no podía dejar de ver la imagen ampliada: universitarios, con trabajos estables, paseando una vida de clase media-alta. Su futuro no era incierto. Sus hijos no habían nacido para servir.



Me senté en una terraza frente a la Catedral. Pedí una radler de Cruzcampo. A mi lado, otra pareja joven se repartía responsabilidades: uno atendía al niño, el otro respondía correos desde un portátil. El camarero, sudado y con cara de pocos amigos, rondaría los cincuenta, mi edad. Parecía llevar allí toda la mañana. Me pregunté si sus hijos, si los tenía, estarían condenados a lo mismo. No lo pensé más ni le di muchas vueltas. No merece la pena. Nada cambia en lo que ya está escrito.

Quería ir a Chiclana, donde me habían dicho que se sentía otra Cádiz. Menos postal, menos decorado. Cogí el trambahía desde Plaza de Sevilla, ese tranvía moderno que serpentea hasta San Fernando y luego a Chiclana de la Frontera. Un transporte híbrido, ni tren ni metro, que a veces se mueve como si arrastrara algo más que pasajeros al atravesar los cascos urbanos. Como si llevara años de historia encima. Y así debe ser. Cádiz es la ciudad de Europa Occidental más antigua que sigue en pie. Pocas pueden alardear de 3.000 años de reconstruir capa sobre capa de sangre, sudor y arena.

Me senté cerca de dos chavales. Tendrían unos casi veinte, esa generación post-millenial de la que tanto se mal habla y tan poco se conoce y entiende. No es fácil nacer en este primer cuarto del nuevo siglo. Ropa de marca barata, pero bien llevada. Uno con una gorra ladeada, declarando tribu; el otro, auriculares colgando del cuello. Hablaban sin filtro.

—Yo me apunté al curso ese de atención telefónica. Te dan 500 euros por hacerlo, bro —dijo uno.

—¿Y qué haces ahí? ¿Te enseñan a hablar con viejas? —respondió el otro, entre risas.

—Nah, te dan un manual y haces prácticas con cascos. Es fácil. Luego hay otro de cuidar a abuelos. También pagan.

—Con eso te sacas dos o tres meses de ayudas, bro. Y después, a buscar otro curso.

Los escuché en silencio, como si me colara en un diálogo que ya había escuchado mil veces. Me recordaban a mis primos, a mis vecinos de infancia. Gente de barrio, de casas con gotelé y muebles heredados, donde estudiar era una rareza. Donde la frase “nosotros somos pobres” era una verdad transmitida con orgullo resignado. Bueno, más resignado que orgullo.

“Los pobres no tienen derecho a nada”, me decía mi tío cada vez que alguien soñaba con ir a la universidad. Como si aspirar a más fuera un insulto a nuestra identidad.

Miré por la ventana. San Fernando desfilaba ante nosotros: fachadas ajadas, bares con carteles de menús del día, peluquerías unisex, talleres mecánicos. La vida obrera en su versión más cruda. Aunque se nota una transición de clases aquí la cayetanía está en claro declive desde hace décadas. Chavales como los del tranvía hay cientos. No malos. No tontos. Solo resignados. Sin referentes. Sin mapas. Sin brújulas.

Y mientras tanto, Cádiz centro seguía lleno de niños. Esos niños. Los hijos de los cayetanos. Hijos de profesoras, de arquitectos, de ingenieros, de informáticos que trabajan desde una terraza con WiFi. Esos niños tendrán libros en casa, clases extraescolares, mochilas ergonómicas. La diferencia no es el talento, sino el suelo del que parten. La cuna que los pare.

Cuando llegué a Chiclana, la penúltima estación estaba desierta (la última está a las afueras, como debe ser donde no hay abolengo ni alcurnia). Era domingo. Las calles, vacías. Cerradas las tiendas, los bares, los estancos. Caminé por el centro sin ver más que alguna pareja de guiris extraviados paseando en busca de algo abierto donde comer. La ciudad, dormida. No como Cádiz, que a esa hora estaría vibrando de tapas, risas, turistas y niños gritando entre plazas y terrazas.

Sentí el contraste como un bofetón. Cádiz era una postal viva. Chiclana, una postal en pausa, que no muerta. Y aún así hermosa, mágica. Se sentía llena de historia, a cada paso.

En el regreso, los mismos chavales, aunque con otros cuerpos y otros gorros, estaban allí. Esta vez hablaban de un tercero. Del Nano...

—El Nano se metió a hacer un curso de camarero —decía uno—. Dice que en verano pilla algo en la playa y se saca lo que necesita para la moto.

—Pff, y después qué. En octubre otra vez en el paro. Esto es lo que hay, loco.

Me ardió algo dentro. Esa frase. “Esto es lo que hay”. ¿Cuántas veces la había oído yo? ¿Cuántas veces la había aceptado sin pelear? Y ahora, con un título bajo el brazo, que hoy no vale tanto, no es gran cosa (pero ayer sí, que es una formación profesional a la que le he pegado miles de horas de formación y más de treinta y cinco años de experiencia), pero sabiendo que ese papel me cambió la vida, sentía que tenía que decir algo. Gritar algo. A ellos o a quien sea.

No se trata de despreciar a quien trabaja en un bar, en una peluquería, en una residencia de mayores. Todas esas profesiones son vitales. Pero el sistema las paga mal, las trata mal y encima las relega como única opción para los hijos de la clase obrera. Parece que no hay elección. Parece que no solo en la alejada India se cuecen las castas y las resignaciones por la excusa del karma.

Y mientras tanto, desde tertulias y TikToks, se lanza el mensaje de que estudiar no sirve. Que lo importante es tener "hambre". Que puedes ser millonario vendiendo cursos o criptos.

Mentiras peligrosas. Muy peligrosas.

(Llados, que no es el único, que hay cientos de Llados, debería estar en una isla desierta, incomunicado, aislado, junto a los otros Llados. Así no haría tanto daño a tanta gente a la que le saca los cuartos con promesas.)

Decirle a un chaval de Chiclana que no estudie porque puede hacerse rico sin hacerlo es casi criminal. Porque la verdad es que no todos pueden, ni tienen entorno, ni red, ni margen para fracasar tres veces antes de acertar. Porque cuando vienes de barrio, el error cuesta más.

Y sí, hay gente con carreras que vive con lo justo. Pero hay una diferencia abismal entre ser pobre con formación y ser pobre sin ella. Lo sé porque lo viví. Porque fui ese chaval de barrio. Porque nadie me enseñó a soñar con otra vida. Solo con sobrevivir.

Y hoy, en ese tranvía, vi la herencia de esa mentalidad. La vi repetirse. La vi aceptada.

Pero también vi otra cosa: los cayetanos paseando con sus hijos no tienen culpa. No se trata de odiarlos. Se trata de pelear con sus armas. Con su cultura. Con sus títulos. Con su seguridad. No para ser como ellos. Sino para dejar de ser lo que otros han querido que seamos.

No quiero que los chavales del tranvía aspiren a ser camareros porque es lo único que conocen. Quiero que puedan elegir. Que tengan opciones. Que puedan soñar con ser médicos, ingenieros, abogados, profesores. Y si luego eligen cortar pelo, que sea porque lo aman, no porque es lo único que el sistema les ofreció.

Eso no se logra con discursos cómodos ni con resignación. Se logra mordiendo. Se logra rechazando la herencia del “no tienes derecho a nada”. Se logra rebelándose.

No contra Cádiz. No contra los cayetanos. Sino contra el destino impuesto. Contra el mapa trazado por otros.

Hoy, desde ese vagón, vi que la lucha sigue siendo necesaria. Vi que aún hay mucho por cambiar. Y entendí que mi voz también cuenta. Que mi historia también vale. Porque no nací con ventajas. Pero aprendí a pelear.

Así que si eres de barrio, si naciste sin libros, sin referentes, sin promesas: estudia. Fórmate. Pide becas. Exígelas. Lucha por lo que te negaron. Rompe el ciclo. Sé la grieta en la cadena. Porque el sistema, si tú lo dejas, te hace servir mesas para los hijos de otros.

Pero si peleas, si estudias, si gritas, si no aceptas el “esto es lo que hay”, puedes torcer el camino.

Y un día, quizás, subas al tranvía, mires por la ventana y veas que todo empieza a cambiar.

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