Los algodones no hacen ruido

Ella fue, desde siempre, hija de una contradicción. Nació en una ciudad de provincias, donde el frío lo combatían con misas, latifundios y cenas de domingo. Su apellido estaba ligado a las calles del centro, a los apellidos compuestos, a los don y doña, a la herencia católica más pulida y menos pensada.

Creció entre algodones. Algodones bordados, de esos que no se ven pero lo amortiguan todo: las caídas, las dudas, el hambre ajena. Su padre, un patriarca autoritario pero discreto; su madre, un ejemplo perfecto del conservadurismo bien peinado, fueron los administradores de ese mundo cerrado, cómodo, seguro. Como no podía ser de otra manera, en los años setenta, con la dictadura muriéndose en la cama y la democracia asomando tímidamente por la puerta, ella se volvió rebelde.

Una rebeldía estética, intensa, artística. Una rebeldía de tardes con olor a resina de óleo y noches de conversación larga sobre la anarquía y el individuo. Porque lo suyo nunca fue el comunismo, con su amor por el Estado y la masa: no, lo suyo fue el anarquismo, ese que glorifica al yo por encima del nosotros, ese que permite gritar contra todo sin necesidad de construir nada. Un anarquismo de facultad y fanzine, de trinchera verbal en los bares de una ciudad universitaria donde todos conocían a todos y nadie renunciaba del todo a su alcurnia.

Su hermano también. Él eligió la guitarra eléctrica, la cresta, la pose punk. Pero el camino fue el mismo: gritarle al sistema mientras mamá planchaba camisas. Estudiaron, claro. Carrera universitaria, oposiciones, seguridad. Porque los algodones no se abandonan nunca. Pueden mancharse un poco de rebeldía, pero se lavan fácil.

Ella se convirtió en funcionaria. Radical de salón, izquierdista con calefacción central. En su casa, cuadros abstractos, libros de Foucault, gatos con nombres de poetas malditos. Pero su nómina llegaba puntual y su vida era un cómodo equilibrio entre el desprecio al sistema y el cobijo de sus estructuras.

El hermano siguió la misma partitura. Se casó con otra radical de escaparate, formaron una familia y sus hijos —niño y niña, cumpliendo los promedios— fueron a los mejores colegios. Privados, por supuesto. Con compañeros de apellido y herencia. Hoy están en Madrid, bien colocados, bien conectados, bien lejos del frío que congela los sueños en los barrios pobres.

Ella no tuvo hijos. Dicen que por elección, aunque también podría haber sido por cansancio. Nunca se entendió del todo con su hermano ni con su cuñada, a quienes veía como desertores. Irónicamente, nunca reparó en que se había convertido en aquello que criticaba: una burócrata implacable, pequeña tirana de su parcela administrativa, sostenida por la estabilidad que juró combatir.

Ahora se jubila. Lo hará con una pensión envidiable, mientras muchos de esos a quienes dice defender cuentan las monedas para pagar el pan. Se cortará el pelo, se lo teñirá de rojo, retomará la pintura. Le dirá al mundo que por fin es libre, aunque la verdad es que siempre lo fue. Libre de verdad. Libre de miedo, libre de hambre, libre del suelo sin acolchar.

El narrador —ese pisciano malicioso con memoria larga— la mira desde lejos. Recuerda cada encontronazo con ella, cada gesto de poder mal disimulado tras una sonrisa progresista. La observa, no con odio, sino con la decepción de quien ha visto demasiadas veces el mismo disfraz. Porque esta historia no es solo una venganza —aunque lo sea también—: es el espejo de un país que nunca rompió del todo con su pasado, que se mira al ombligo mientras proclama revoluciones que nunca llegan al desayuno.

Y así, como quien lanza una botella al océano, el narrador deja esta historia en un blog invisible, tragado por los algoritmos, leído por nadie. Una historia condenada al olvido digital. Pero real. Como el frío del suelo sin algodones.





Comentarios

Entradas populares