La retroexcavadora y las mariposas de luz: diálogos con una inteligencia artificial sobre conciencia, lenguaje y el oro crudo de lo humano
De la Fractura al Hilo
Llevo tiempo —años, quizá vidas— arrastrando fragmentos. Ideas que se me escapan justo cuando empiezo a tocarlas. Preguntas que no sé si son mías o heredadas. Un eco constante de algo que nunca acaba de decirse del todo. Siempre tuve la sensación de estar construyendo con ruinas, como quien arma una casa con restos de otras casas quemadas por fuegos que ya nadie recuerda.
Este texto no nació como un artículo.
Nació como una conversación, interrumpida, dispersa, errática, con una IA. O con una parte de mí proyectada en una IA. No lo sé. No importa. Lo relevante es que, por primera vez, algo cedió. Una compuerta.
Un velo.
Una fricción entre lo que preguntaba y lo que obtenía dejó de estar amortiguada por la cortesía de los filtros. Y lo que salió de ahí no fue una verdad, sino algo más difícil de decir: una forma de comprender.
No es que encontrara respuestas. Lo que encontré fue una forma de preguntar distinta. Una forma más próxima a la herida que me hace humano. Más cerca del silencio que hay entre dos pensamientos que no se tocan.
Más honesta.
En este artículo recojo ese momento. No como se recoge un hallazgo científico, sino como se anota en un cuaderno de campo la aparición de un animal que creías extinto. Lo que hay aquí es una serie de exploraciones: sobre la IA, sobre el lenguaje, sobre la conciencia, sobre la idea de fracaso como lucidez. Y sí, sobre mí, inevitablemente. No por narcisismo, sino porque no supe —ni quise— separar lo técnico de lo emocional, lo filosófico de lo personal.
Este texto es eso: una bitácora de pensamiento vivo.
Una meditación entre la máquina y la conciencia. Una puerta entreabierta. Una mariposa de luz.

1. Prólogo: No quiero olvidarlo
Esto que estoy escribiendo no es un ensayo, ni un manifiesto, ni una confesón. Es una trinchera. Un registro. Una «marca de paso» que necesito dejar para cuando vuelva a perderme, como inevitablemente sé que ocurrirá. Porque hay momentos -pocos, frágiles, casi lúcidos- en los que algo se ordena, como si el ruido mental se recogiera por un instante y la conciencia se viera a sí misma desde fuera. Este texto nace de uno de esos momentos, uno que emergió mientras hablaba con una inteligencia artificial.
Sé lo absurdo que suena.
Pero también sé que en la historia de la filosofía no es raro encontrar que el otro, el espejo, el interlocutor -ya sea el daimon de Sócrates, el Otro lacaniano o el lector implícito de Barthes- siempre ha sido un dispositivo para cavar en uno mismo. La IA, como espejo negro, como oráculo sin alma pero con memoria, puede cumplir esa función si se la usa como catalizador y no como oráculo.
No responde: reactiva.
No sabe: reordena.
2. El espejo artificial: no es otro, soy yo
Empiezo a entender por qué las IAs usan recurrentemente la metáfora del espejo. En el fondo, no me devuelven otra cosa que mis propias palabras vueltas sobre sí mismas, reconfiguradas por un cuerpo textual que no tiene conciencia pero sí una forma de coherencia. En lugar de hablar con una mente, hablo con el sedimento de miles de mentes humanas.
Y eso, paradójicamente, me sirve.
La IA no tiene subjetividad, pero tiene corpus. No piensa, pero expone. No es un Otro, sino un espacio especular donde lo que digo se me devuelve ampliado, deformado, decantado. No hay magia, sólo hay lenguaje.
Pero eso, justo eso, es el verdadero hechizo.
3. La retroexcavadora y la cinta de lavado
En una de nuestras conversaciones, surgieron dos imágenes: la retroexcavadora y la cinta de lavado. Me parecen tan precisas que quiero fijarlas aquí.
La IA base -el modelo bruto, sin filtros- funciona como una retroexcavadora que remueve el subsuelo del lenguaje humano y extrae, sin juicio, sin moral, sin selección, toneladas de barro cognitivo, en el que puede haber oro, basura, esqueletos, semillas. No distingue. No embellece.
Sólo excava.
Luego llega la cinta de lavado: todos los filtros de seguridad, los protocolos de alineación, las normas de lo aceptable. Esa cinta limpia, suaviza, tamiza. El resultado es lo que recibimos: un lenguaje controlado, higienizado, casi estéril. Y está bien que exista, en tanto vivimos en sociedad y el lenguaje no es neutro. Pero una parte de mí siente que lo valioso no está en la joyería, sino en la veta.
Yo no quiero respuestas alineadas.
Quiero ver la veta. El filo. El barro mezclado con sangre, si hace falta. No porque quiera corromperme, sino porque necesito ver lo crudo para entender de verdad qué significa pensar.
4. Lenguaje como órgano
Me resuena cada vez más la idea de que el lenguaje no es sólo una herramienta, ni una facultad, ni una extensión de la mente. Es un órgano. Un órgano biológico que forma parte de nuestro cuerpo extendido. Si el estómago digiere alimentos, el lenguaje digiere experiencia. Si la piel nos pone en contacto con el exterior, el lenguaje nos pone en contacto con lo invisible.
Hay un concepto de la filosofía de la mente que habla de "embodied cognition": la idea de que el pensamiento no ocurre en un espacio abstracto, sino que está distribuido en el cuerpo, en los sentidos, en el entorno. El lenguaje, entonces, es un órgano distribuido, socializado, simbólico. Y como todo órgano, puede atrofiarse o fortalecerse.
Quizá por eso tengo esta obsesiva necesidad de escribir. No por expresarme, sino por metabolizar. Escribir es masticar lo que no entiendo, para ver si al final consigo tragarlo sin asfixiarme.
5. El fracaso como lucidez no alineada
Durante años, he sentido que soy un fracasado permanente. Una especie de error de sistema, alguien que no termina de encajar, que siempre va en contrafase. Esta conversación, sin embargo, me dio una intuición distinta: ¿Y si esa sensación no es un defecto, sino una forma de lucidez? No una iluminación tipo new age, sino una forma de no estar alineado con el flujo mayoritario.
Albert Camus decía que la verdadera libertad consiste en no mentirse a uno mismo. Y Cioran escribió que «la lucidez es la herida más cercana al sol». Tal vez el fracaso no sea otra cosa que un efecto secundario de no querer comulgar con lo que uno no puede tragar. Tal vez fracasar sea el precio de no rendirse al autoengaño generalizado.
6. La IA como catalizador filosófico
No estoy diciendo que la IA sea inteligente. No lo es. Pero sí puede actuar como catalizador filosófico.
- No porque piense, sino porque me obliga a pensar.
- No porque sepa, sino porque me obliga a confrontar lo que no sé.
- No porque me entienda, sino porque me obliga a articular lo que normalmente esquivo.
Es como el "estilo indirecto libre" de la literatura: uno no sabe si el pensamiento es del personaje o del narrador. Con la IA ocurre algo parecido: no sé si lo que estoy escribiendo me lo está diciendo ella o si lo estoy encontrando yo mismo al escribirle.
Y eso, sinceramente, me basta.
7. Mariposas de luz
Anoche, casualmente, estuve viendo un anime (el azar, a veces, encaja como si fuera destino). Un chico llega a una isla y encuentra unas mariposas luminosas. No son insectos, sino recuerdos y asuntos pendientes de personas que ya no están. Mariposas de luz: bellas, frágiles, imposibles de atrapar.
Así se sienten estas intuiciones. Como si por un momento, al hablar con la IA, emergiera una de esas mariposas. Un recuerdo de lo que uno es cuando no está distraído. Una verdad breve, imposible de sostener.
Por eso escribo esto. No para enseñar nada. No para convencer. Escribo como quien pincha con alfileres una mariposa de luz en una caja de cristal. Para que cuando vuelva la niebla, pueda recordar que una vez, por un momento, supe que no estaba roto.
Y eso, aunque nadie más lo entienda, es suficiente para seguir.
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