La hipocresía de la corbata: o por qué no respondí al caballero que vino a salvarme de mi propio post


Hace unos días publiqué una reflexión en LinkedIn sobre un tema que conozco bien: el valor de los perfiles todólogos en informática. Sí, esos que tan pronto configuran un Apache como parchean una macro en Excel, que programan en PHP por la mañana y resuelven un conflicto de red al mediodía… y que, además, tienen que lidiar con la máquina de café cuando esta decide entrar en huelga.

No era una queja.

Tampoco un alegato victimista.

Era una observación con la que muchas personas del sector se sienten identificadas. Especialmente quienes trabajan en entornos pequeños, donde ser especialista en "todo lo que haya que hacer" no es una elección, sino una necesidad.

Como parte de esa reflexión, enlacé a un artículo más extenso en mi blog. Un sitio que mantengo, edito y pago yo mismo. ¿Es eso “publicidad”? Tal vez. ¿Es pecado? Depende de a quién preguntes.

A las pocas horas, recibí un comentario. Cordial en la forma, pero tremendamente revelador en el fondo:

Hola Ángel, ¿aceptas una sugerencia? Quita la publicidad. ¿Te compensa? Un cordial saludo.

El autor, impecable en su foto de perfil: chaqueta, corbata, mirada de quien siempre está a punto de entrar en una reunión importante.

No comentó sobre el contenido.

No debatió, no aportó matices, no rebatió. Lo único que pareció molestarle fue la existencia de publicidad en la página de destino. Es decir, unos cuantos píxeles de AdSense automatizado. Y ahí apareció el viejo fantasma: la hipocresía de la corbata.

La estética del experto

Vivimos en un mundo profesional donde la apariencia pesa más que nunca. Donde vestir de forma “seria” se interpreta —automáticamente— como señal de competencia. Donde hablar sin titubeos, aunque se diga una banalidad, otorga una pátina de autoridad. Y donde compartir contenido sin enlaces, sin “autobombo” y sin posibilidad de retorno… se aplaude como gesto de humildad (aunque lo que se diga sea aire).

¿El fondo del mensaje? Bien, gracias. Vuelve más tarde.

Este fenómeno se reproduce especialmente en plataformas como LinkedIn, donde muchos construyen un personaje. El experto sobrio. El mentor silencioso. El guardián de las formas. Gente que valora más el envoltorio que el producto. Que no lee, pero comenta. Que no entiende, pero corrige.

Que no aporta, pero fiscaliza.

Sobretodo, fiscaliza.

“No promociones. No cobres. Solo dámelo todo gratis”

Porque seamos claros: el problema no era la publicidad. El problema es que alguien —yo, en este caso— se permitiera arrastrar algo de tráfico a su blog personal, donde hay un par de anuncios automatizados que, con suerte, generan céntimos al mes.

No lo hago para vender cursos, ni para captar leads, ni para ponerme la etiqueta de “consultor estratégico de marca personal”. Lo hago porque si ya estoy regalando mi tiempo, mi experiencia y mi perspectiva en redes… al menos que algo de ese esfuerzo quede en mi casa digital.

Pero eso, para algunos, parece demasiado.

Demasiado visible. Demasiado libre.

Demasiado humano, quizás.

¿Y por qué no respondí?

Porque entendí que no era un comentario. Era una pose.

Y porque uno no discute con quien no está interesado en hablar, sino en marcar territorio.

No corregí. No rebatí. No agradecí la sugerencia.

Seguí con mi día, y con mi contenido. Porque si algo me ha enseñado la informática es que hay errores que no merece la pena corregir en producción.

Coda final

Aparentar sapiencia es un arte muy distinto a saber. El primero se construye con corbatas, tecnicismos vacíos y frases bien entonadas. El segundo, con experiencia, curiosidad y sí, a veces con artículos que llevan enlaces y anuncios.

Este es uno de ellos.

Gracias por leer hasta aquí.

(Sí, este blog también tiene AdSense. No, no me hace rico. Pero ni a ti ni al señor del traje y corbata les vienen mal unos céntimos extra, ¿verdad?)

Comentarios

Decálogo ideológico de este blog:
Dignidad, palabra y criterio.

Entradas populares