El macho alfa de izquierdas: cuando la superioridad moral es solo misoginia disfrazada

Ser de izquierdas es una forma de vida. No se puede ser de izquierdas y ser corrupto. No se puede ser de izquierdas y mentir. No se puede ser de izquierdas y vivir por encima de tus posibilidades mientras el pueblo sufre.
—Julio Anguita

En algún momento, no sabría decir con precisión cuándo, la izquierda española decidió que su superioridad moral le otorgaba carta blanca para ejercer sobre los demás exactamente las mismas formas de violencia que históricamente denunció. Ya no hablamos del adversario político. Hablamos de individuos. De ciudadanos. De mujeres.

Y de una en particular: Roro.



Roro es una influencer con millones de seguidores. Pero no es tertuliana, ni opinadora, ni activista. Su contenido es limpio, cotidiano, sencillo. Cocina, encuaderna libros, monta ordenadores, habla de su novio Pablo y de cuánto lo quiere. En una reciente entrevista con Jordi Wild —posiblemente el podcaster con mayor audiencia del país— contó su infancia y adolescencia con una franqueza que desarma: el bullying que sufrió por su estatura (1,47), el aislamiento al cambiar de ciudad por el trabajo de sus padres y su lucha contra la anorexia. Habló también de su relación de pareja sin edulcorantes: con sus discusiones, sus apoyos, su afecto real. Es, en resumen, una mujer adulta, que toma decisiones y que ha construido una vida a su manera, sin pedir permiso ni usar la victimización como moneda.

Y eso, precisamente eso, es lo que la izquierda más reaccionaria —sí, reaccionaria— no le perdona.

Que no pida permiso ni se victimice.

Hace años que los círculos woke vinculados a Podemos, Sumar y el PSOE han intentado encasillarla en el fenómeno “trad wife”, esa caricatura de mujer sumisa que se entrega al cuidado del hogar y al servicio del varón como supuesta rebelión conservadora. Pero Roro nunca se ha identificado con ese discurso. Nunca ha militado en nada. Nunca ha dado un argumento político. Simplemente ha vivido fuera del relato que ellos necesitan imponer. Y eso les basta para convertirla en enemiga.

Entre los peores, como siempre, aparece Pablo Iglesias. Ex vicepresidente del Gobierno, profesor de Ciencia Política y especialista en manipular narrativas. Desde su salida institucional ha convertido su presencia pública en un show de branding ideológico. Su taberna —la Tasca Garibaldi— no es un bar, es un símbolo de su supuesta masculinidad antifascista: cerveza, jamón, imágenes del Che y, ahora, bromas misóginas. En los últimos días ha retuiteado un vídeo generado con inteligencia artificial donde Roro es retratada como una idiota servicial, recomendando a sus amigas que manden a sus novios al bar de Iglesias porque allí son tratados “como señores”. Ella no participa. Ella no responde. Ella solo es usada. Ridiculizada. Deformada. Burlada.

Y Pablo Iglesias se hace eco de ello con un mensaje irónico: “No puedo con vosotros”, dice inocentemente, como el buen zorro que es. Pero nadie se lo cree. Nada en su estrategia es espontáneo. Todo está medido. Todo responde a una lógica de guerra cultural, en la que destruir figuras simbólicas del “otro lado” —aunque nunca se hayan posicionado en ningún lado— es una forma de reafirmar el control ideológico. Y si hay que ridiculizar públicamente a una mujer para reforzar tu discurso de bar, se hace. Con risa. Con retuits. Con el aplauso de sus seguidores, que ya no distinguen entre humor y humillación.

Pero, más grave aún es el silencio.

Porque este ataque no lo perpetra un tuitero anónimo. Lo perpetra el esposo de Irene Montero, la ex ministra de Igualdad que encabezó campañas contra la violencia simbólica, que impulsó leyes para “proteger a las mujeres frente al acoso digital” y que se jacta de haber roto el silencio frente al machismo institucional. ¿Dónde está ahora su voz? ¿Dónde está la sororidad de Ione Belarra, actual secretaria general de Podemos? ¿Dónde están las denuncias de Yolanda Díaz, que ha hecho del feminismo su capital político?

No están.

Porque la sororidad, para esta izquierda, es solo para las que se portan bien. Para las sumisas a la causa. Para las que cumplen el guion. Para las que refuerzan su discurso. Las demás, a la trituradora. Porque el poder, incluso aquí, sigue siendo de los hombres. Incluso cuando esos hombres llevan coleta, leen a Gramsci y repiten "feminismo" como si fuera un mantra. (¿Verdad, Errejón?)

La hipocresía es obscena. Irene Montero declaraba en 2022:

“Si en el Congreso hay comportamientos machistas, ¿cómo vamos a pedir al resto de la sociedad que se comporte de forma igualitaria?”

Hoy su silencio ante el comportamiento de su pareja es un grito.

Y una vergüenza.

Esta izquierda, que se dice heredera de la lucha obrera y del antifascismo, ya no representa justicia social. Representa cinismo con estética. Representa la lucha de una casta por mantener un estatus. Representa iPhones, Audis, cafés de Starbucks y tuits desde la superioridad moral. Representa lo peor de la Falange, sí, de la Falange, rebozado en lenguaje inclusivo. Porque si algo definía al fascismo original, más allá de la estética militar o las camisas azules, era la creencia absoluta de que su verdad era superior y que todo lo demás merecía ser barrido. Exactamente como hace hoy esta izquierda sectaria con quien no encaja en su catecismo woke desde el tuiter. Ese donde camioneros subvencionados actúan de faros desde los que dirigir las hordas de canceladores morales.

Lo más aterrador: lo hacen desde un poder simbólico que es irreal, lo hacen desde ese control cultural que tanto ansían, lo hacen desde los medios que manejan.

Lo hacen impunemente.

Lo disfrutan.

¿Y los medios? ¿Dónde están ahora todos esos periódicos, radios y plataformas que se rasgan las vestiduras ante cada microagresión, cada tuit dudoso, cada hombre blanco que osa hablar demasiado alto? ¿Dónde están ahora eldiario.es, Público, La Marea, CTXT, El Salto, Infolibre… los mismos que se apresuran a editorializar cualquier burla o chiste salido de boca de cualquier "otro" fuera de la secta como si estuviéramos ante un atentado simbólico contra los derechos de todas las mujeres? ¿Dónde está su voz crítica cuando el autor de la humillación es Pablo Iglesias? ¿Dónde están las columnas incendiarias? ¿Dónde está la indignación impostada que tanto les gusta facturar?

No están. Porque no son prensa. No son periodistas. Son voceros. Son oficinas de comunicación encubiertas, al servicio de una causa que se vende como progresista pero que en la práctica justifica el acoso si viene de los suyos. No es que se hayan olvidado de escribir.

Es que no tienen permiso para hacerlo.

(¿Cómo duermen por las noches? ¿Acaso aparcaron la conciencia en una gabeta -cajón- del trastero?)

Han convertido la prensa libre en maquinaria ideológica. Y han prostituido el feminismo usándolo como palo para golpear enemigos, pero nunca como escudo para proteger a mujeres independientes.

El silencio de esos medios —que tantas portadas han dedicado al machismo estructural— es ahora el mayor acto de violencia simbólica. Porque callan cuando su voz debería ser más incómoda. Porque su compromiso con la igualdad es solo pose. Porque su ética depende de la dirección del viento político. Y hoy, como ayer, sopla desde Galapagar.

Roro, a pesar del linchamiento, sigue haciendo sus vídeos. No milita. No responde. No se victimiza. Pero no se dobla. Eso, para quienes sí han construido toda su identidad política sobre una ficción de vulnerabilidad perpetua, es imperdonable. Porque nada amenaza más al poder que una mujer libre que no se explica. Que no pide permiso. Que no se justifica.

Por eso, y no por otra razón, la atacan.

Y por eso mismo, quienes comparten y aplauden los comportamientos de Pablo Iglesias, o se callan y miran a otro lado, son los verdaderos fascistas de 2025.

No debería haber dudas al respecto.

Al menos en esto sí que debería de haber consenso.

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Epílogo innecesario para fascistas y fanáticos

No escribo esto desde la derecha ni desde ninguna nostalgia reaccionaria. Mi crítica nace desde la izquierda. Desde una izquierda real, combativa, ética, que jamás habría tolerado el espectáculo de Iglesias ni la cobardía cómplice de sus acólitos.

Me siento más cerca del comunismo honesto de Julio Anguita o del humanismo libertario de Pepe Mujica que del wokismo gringo importado en paquetes de Amazon o del populismo de Starbucks con coleta que ahora se disfraza de revolución.

No quiero una izquierda que pose, quiero una izquierda que respete.

Y respetar significa no convertir a mujeres en enemigos simbólicos solo porque no militan contigo. Significa tener principios, incluso cuando no te convienen. Porque sin eso, no hay izquierda. Solo hay secta.

Y basura autoritaria con cartel de progresismo.

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Decálogo ideológico de este blog:
Dignidad, palabra y criterio.

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