Odio a los idiotas y no pienso pedir perdón por ello

A veces me sorprende esta sensación de aislamiento intelectual y emocional ante el mundo que me rodea. Esta mezcla de asco y extrañeza que me despiertan ciertas formas de pensar —o de no pensar, más bien—, como si viviese en una frecuencia que no termina de sintonizar con la masa.

¡Y no lo digo con orgullo!

De hecho, cada vez que siento esa distancia me pregunto si no estaré simplemente proyectando mis frustraciones. Pero no. Hay algo más. Algo que no se me pasa.

Y sin embargo, sé que no soy tan especial.

¡No puedo serlo!

Esta rabia, este cansancio, esta necesidad de tomar distancia frente a la ignorancia militante y la estupidez orgullosa, no puede ser solo mía. Debe haber más como yo. Personas que sienten lo mismo y no lo gritan. Que no hacen ruido, pero que lo notan. Que también preferirían no tener que pensar tanto, pero no pueden evitarlo. Que viven con esa lucidez incómoda como si fuera una alergia crónica al pensamiento fácil.

Este texto es para mí. Pero también para esos pocos —si existen— que se sienten igual. No para buscar consuelo, ni construir una secta, ni darnos la razón. Solo para recordar que, aunque no seamos únicos, tampoco estamos del todo solos.



El hedor del dogma: manual para sobrevivir a la estupidez sin morir envenenado

No es fácil decirlo sin sonar pedante, pero el asco está ahí. No hacia la ignorancia, sino hacia cierta forma voluntaria, vocacional, casi mística, de ser estúpido. Gente que no duda de nada, que no cuestiona lo que piensa porque en realidad no piensa nada, que defiende con uñas y baba ideas que no ha parido, ni digerido, ni mucho menos elegido.

Los simples.

Los fervientes.

Los devotos del eslogan, de la consigna, del meme con fondo morado, azul, rojo, verde o el color de turno que esté de moda.

Y no es que uno se crea superior —de hecho, me considero ignorante por definición. Dudo de todo. Dudo de lo que pienso, de lo que leo, de lo que creo entender. Me cuesta mantener certezas sin sentir un poco de vergüenza. Y esa duda constante, ese tirón de conciencia que no me deja instalarme en la comodidad de tener razón, tiene un precio: agotamiento. Porque sostenerse en la duda, sin caerse ni cerrarse, requiere energía.

Y uno no tiene energías infinitas.

Por eso, cuando me cruzo con alguien que se ha rendido al pensamiento precocinado, a la obediencia tribal, a la repetición con tono agresivo de lo que toca defender este mes, me invade una mezcla de desprecio, tristeza y... sí: una rabia fea, de esas que no quieres sentir, pero sientes igual.

Y luego la culpa.

Porque, ¿qué derecho tengo yo a juzgar? ¿No soy también, en el fondo, un creyente de algo? ¿No vivo repitiendo ideas que un día leí en algún lado y que simplemente encajaban bien con mis tripas?

Claro que sí. Pero hay una diferencia clave: yo lo sé. Y esa conciencia es la única dignidad que me queda. No tener la razón, sino saber que no la tengo del todo.

No quiero cambiar esto: ¡quiero que me la sude!

Esta reacción mía no la veo como un defecto, pero reconozco que me desgasta. Me arrastra. Me revuelve más de lo que debería. Hay días en los que siento que un tuit mal escrito, una conversación con alguien que defiende ideas zombi con orgullo o el simple eco del pensamiento fácil, puede amargarme el día como si fuera una traición personal.

Y eso es ridículo. Pero real.

No quiero cambiar mi sensibilidad. No quiero "amar" la estupidez. No me interesa convertirme en alguien que lo tolera todo. Pero sí me gustaría que todo esto me diera igual. Que pudiera mirar el circo sin alterarme, como quien ve llover. Que no me arrastren los imbéciles, ni los voceros, ni los justicieros que han leído tres frases en vertical y se sienten profetas de su causa.

Quiero desarrollar una especie de estoicismo lúcido, una indiferencia activa. No para encerrarme en mi burbuja intelectual, sino para poder salir al mundo sin necesidad de vomitar a cada paso.

Estrategias (brutales, honestas, necesarias)

Esto es un pequeño decálogo, no de sabiduría, sino de supervivencia. Un manual para mí mismo. Y si te sirve, bien. Y si no, ignóralo como se ignoran los himnos patrióticos en mitad del insomnio.

1. Asume: hay gente que no quiere pensar

No todos están esperando que les muestres una grieta en su dogma. Algunos son felices así. Pensar duele, y no todo el mundo tiene tiempo o estómago. Esto no es un juicio: es un dato. Y si lo entiendes, ya no te lo tomas como una ofensa personal.

2. No entres en el barro

La tentación está ahí: abrir la boca, desmontar su lógica, ponerles frente a su contradicción. Pero no sirve. No funciona. No buscan claridad: buscan reafirmación. Si entras, te pringas. Y encima pierdes.

3. Etiqueta mental: no es tu liga

No todos los partidos se juegan en el mismo campo. Algunas personas no están ni en tu deporte. Pensarlo así aligera el alma. No todos los diálogos son posibles. No pasa nada. Siguiente.

4. Desactivar el impulso misionero

No eres un redentor. No estás aquí para "hacer pensar" a nadie. Si alguien quiere pensar, lo hará. Si no, no. Su camino no es asunto tuyo.

5. Conservar lo valioso

Tu duda, tu criterio, tu hambre de verdad —eso es lo que hay que proteger. No se entrega en cualquier plaza. No se pone en juego por cada idiota con WiFi.

Ser un samurái en la era de TikTok (versión extendida y sin anestesia)

Puede sonar ridículo, sí: invocar al samurái en pleno siglo XXI, con la pantalla temblando de reels y bulos. Pero para mí no hay imagen más útil. No por el folclore ni la katana.

Por la disciplina interna.

Porque el samurái, aunque vivía entre imbéciles como tú y como yo, mantenía una compostura que no dependía del ruido exterior:

  • No reaccionaba a todo.
  • No discutía con cualquiera.
  • No buscaba razón, ni justicia, ni aprobación.
Solo presencia, precisión, y control.

Y eso es lo que más echo de menos cuando entro en redes o escucho ciertas conversaciones de bar, de grupo de WhatsApp o incluso de gente que se supone formada: el silencio estratégico. La capacidad de ver estupideces sin que se te encoja el alma.

La fuerza de no responder.

La elegancia de no corregir.

Porque, ¿sabes qué pasa cuando corriges a un idiota? Se enfada. Y se afianza más. Y te mete en su mundo. Es como pisar mierda con chanclas: no solo te pringas, sino que la mierda sube.

Lo que quiero cultivar no es indiferencia tibia, sino una distancia sabia. Una mirada irónica. Una lucidez quieta. Una especie de nihilismo activo, que no busca salvar a nadie ni cambiar el curso de la estupidez global, pero tampoco se rinde ante ella.

Una especie de estoico con soroche.

Un asceta digital con asco de timeline.

Un samurái desencantado que sabe que la guerra está perdida... pero aún así se pone la armadura y sale a caminar.

Epílogo para lectores fantasmas (o para mí, que al final escribo esto para no estallar)

A veces pienso que toda esta escritura —este esfuerzo por articular un pensamiento que no encaje en los moldes preestablecidos— es una forma sofisticada de soledad. Un intento de dejar constancia, aunque no lo lea nadie, de que no todo está perdido. De que no todo es consigna, meme, consuelo barato o moralina prefabricada.

Y lo digo sin épica. Sin esperanza. Sin público.

Porque, seamos claros: no va a cambiar nada. La estupidez seguirá expandiéndose como moho en una nevera rota. Gritarán más fuerte los que menos han leído. Se premiará la fe sobre la duda. Se compartirá más rápido el bulo que el matiz.

Y tú y yo seguiremos ahí, con el hígado revuelto y la lengua apretada.

Pero hay algo que aún podemos conservar: nuestro criterio. Aunque duela. Aunque sea incómodo. Aunque nos deje en minoría perpetua.

Eso sí: no lo pongas en juego por cualquiera:

  • No le des conversación a quien solo quiere gritar.
  • No respondas a quien no sabría qué hacer con una respuesta.
  • No te dejes atrapar por el teatro del idiota.

A veces, la única forma de dignidad que queda es no participar.

Y no por cobardía, sino por inteligencia.

Porque el mundo es ya bastante imbécil sin tu energía sumándose al ruido.


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Decálogo ideológico de este blog:
Dignidad, palabra y criterio.

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