Las nuevas generaciones, ¿deberían pasar hambre o deberían aprender a autorealizarse?


En un mundo donde casi todo está al alcance de la mano, donde las generaciones más jóvenes han crecido sin guerras en sus puertas ni hambre en sus mesas, emerge una sensación ambigua: la calma no trajo revolución, trajo desafección. Ésta no es una crítica vacía, sino una observación que se enraíza en la estructura más clásica del pensamiento humanista: la pirámide de Maslow. Hemos llegado, colectivamente, a su cumbre. Pero parece que no sabemos qué hacer desde ahí arriba.

El ser humano ha luchado durante siglos por cubrir sus necesidades fisiológicas, por asegurar su seguridad, por sentirse parte de algo, por ganarse el respeto de los demás. Esa lucha modeló nuestras instituciones, nuestras guerras y nuestras revoluciones. Pero una vez que esos peldaños están mayoritariamente cubiertos en amplias capas de la población occidental, se abre ante nosotros una tarea difusa y sin manual: la autorrealización.

El último escalón. El que parecía más fácil. Pero no lo es.

El impulso de antaño parece haber desaparecido. La energía que antes movilizaba pueblos enteros se ha diluido en pantallas, en distracciones, en un presente perpetuo que no exige mucho pero tampoco ofrece demasiado.

"Cuando la vida se vuelve demasiado cómoda, el deseo de cambiarla disminuye", escribió Zygmunt Bauman al reflexionar sobre las sociedades líquidas. No es que las nuevas generaciones no sientan, no piensen o no sueñen. Más bien al contrario. Lo hacen, y mucho, porque tienen tiempo para ello sin que necesidades más básicas les abrumen y limiten. Es que a menudo carecen del marco para organizar esos sueños en direcciones concretas.

La inercia reemplaza al sentido. No hay hambre, pero hay vacío.

La autorrealización, que Maslow describió como "la necesidad de convertirse en lo que uno es capaz de ser", requiere mucho más que un entorno estable. Exige introspección, voluntad, dirección. No se trata de consumir experiencias, sino de comprenderlas. No de sumar logros, sino de cuestionar su valor. Hoy todo está dado y poco es descubierto.

Y esa diferencia es brutal. Porque cuando todo está dado, el impulso de búsqueda se debilita. La acción se torna innecesaria. Aparece la autocomplacencia: ese dulce veneno que adormece la voluntad. Se confunde estar bien con estar vivo. Y el riesgo de quedar atrapado en un bienestar sin profundidad, en una calma que no realiza, sólo conserva, se vuelve porcentualmente altísimo.

Lo que vemos en muchas de las nuevas generaciones no es frivolidad. Es desconexión. Es el resultado de haber llegado a la cima sin aprender a escalar. Es vivir en una sociedad que resolvió el "cómo" pero no el "para qué".

Nos sobran herramientas. Nos faltan mapas.

Nietzsche escribió que "quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo". Pero si el porqué se diluye, el cómo se vuelve irrelevante. Y eso es exactamente lo que ocurre: se aprende a funcionar, pero no a orientarse. Se habita el mundo, pero no se le interroga. No es pasotismo, es orfandad de sentido.

Frente a esto, algunos reclaman con nostalgia que la juventud debería "pasar hambre" para tener iniciativa. Pero eso es una trampa reaccionaria. No necesitamos volver al sufrimiento para encontrar dirección. Lo que necesitamos es enseñar cómo se construye el sentido en tiempos de abundancia. Y eso es mucho más difícil que sobrevivir.

Porque sobrevivir activa instintos.

Pero autorrealizarse exige conciencia.

Y la conciencia no se enseña como una asignatura. Se cultiva. Se acompaña. Se despierta. Pero para eso hace falta una pedagogía nueva. Una que no sólo transmita información, sino que habilite la pregunta: ¿quién quiero ser?, ¿qué sentido tiene lo que hago?, ¿para qué estoy aquí?

Y, además, que esa información no se termine por convertir en una herramienta de manipulación ideológica. El riesgo de que eso suceda es gigantesco, como ya se ha visto en sistemas que camuflan dogmas bajo el disfraz de educación emocional. Cuando la búsqueda de sentido se convierte en adoctrinamiento, se anula el sujeto.

La separación entre buscar un camino de autorealización (que es un camino individual y único para cada ser) y una sociedad orwelliana dirigida solo tiene lo que una intención de diferencia. La intención del poder reflejada, también, en la autorealización personal.  

La revolución pendiente es silenciosa y radical. No está en las calles, está en los interiores. O más que los interiores. En el interior de cada persona, como algo individual, como la suma de muchas unidades y no como un todo global. No se mide en votos ni en cifras, sino en claridad interior. No arde con rabia, pero puede transformar el mundo desde dentro.

La tarea de autorrealizarse es profundamente política, aunque no lo parezca. Porque un ser humano realizado es menos manipulable, menos cínico, más libre. Viktor Frankl, tras sobrevivir a Auschwitz, afirmó que "el hombre no está completamente condicionado ni determinado, sino que decide si se entrega a las condiciones o se enfrenta a ellas".

Pero esa decisión requiere un trabajo previo.

Un trabajo invisible y constante.

Y nadie nos enseñó cómo se hace.

Lo urgente ahora no es sobrevivir.

Es despertar.

Por eso es ingenuo pensar que la tarea está hecha porque el confort está asegurado. Es precisamente ese confort el que puede convertirse en obstáculo. No porque sea malo, sino porque puede inmovilizarnos. El conformismo es la sombra de la seguridad. El último escalón de la pirámide no es una plataforma estable. Es un muro casi vertical.

Y no hay cuerdas ni ganchos. No hay profesores ni planes de estudio. Cada uno tiene que encontrar la forma de treparlo. Pero si no aprendemos a señalarlo, a nombrarlo, a hacerlo visible, seguiremos repitiendo el mismo vacío con mejores tecnologías.

Las nuevas generaciones no están perdidas. Están esperando claves que nadie se atreve a darles. Y quizá el problema es que tampoco nosotros, las generaciones previas que deberíamos estar guiándoles en ese proceso, las tenemos. Los boomers, los millenials, estamos tan a oscuras como los Z, los alfas y como lo estarán muy presumiblemente las próximas generaciones nativas de la inteligencia artificial, esos ‘touchs’ aún sin nombre definitivo.

Por eso esta es la tarea más difícil de todas. Porque no se trata de obtener, sino de devenir. Porque no se trata de construir afuera, sino de esculpir adentro.

Porque no se trata de adaptarse, sino de trascender.

Y porque la autocomplacencia, si no se rompe, puede convertirse en un muro imposible de escalar.

Una cima que es, en realidad, un precipicio.

(Y lo peor: uno desde el que no se ve el fondo.)


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