El precio del miedo frente al Sistema

Vivimos en un país que proclama su democracia, pero cuyo aparato estatal —haciendo gala de su monopolio de la fuerza— actúa más como látigo que como escudo. Basta con levantar un poco la voz para que el engranaje de inspecciones, Hacienda, SEPE o Servicio Canario de Empleo se active en tu contra. 

Subes un peldaño en la escala del cuestionamiento y enseguida sientes: “Aquí vienen por mí”.



Porque el miedo es un instrumento con consecuencias.

Ese miedo no brota por azar: es cultivado.

Cuando todos los años escuchamos que “lo que te da tu abuela en Navidad es una donación y debes declararlo”, no es un simple recordatorio fiscal. Es una advertencia, una señal de que el Estado lo ve todo, y que cualquier acto, por pequeño que parezca, puede desatar consecuencias desproporcionadas.

No es casual que en diciembre los grandes medios publiquen artículos alarmantes sobre la herencia familiar: ese mensaje cubre la pedagogía del miedo.

Si diriges tu mirada al inconforme, a quien investiga, a quien cuestiona, el Estado dice: “No es broma. Podemos y lo haremos”.

Y no bromea, precisamente.

Aquí llegamos a la microfísica del poder: es el engranaje del instrumento del miedo.

El filósofo Michel Foucault nos advirtió que el poder no está solo en la cúspide, sino que circula por capas, instituciones y cuerpos. Habló de una “trama de poder microscópico, capilar”, que opera a nivel regional, local y cotidiano.

No existe un gran titán omnipotente; el sistema gana su fuerza al fragmentarse, al infiltrar la normalidad, al ejercerse desde abajo. Así opera la política de acreditación de centros, la arbitrariedad de los funcionarios de la Seguridad Social, la amenaza latente de una inspección.

Foucault estudiaba prisiones, hospitales y escuelas, pero podríamos aplicarlo perfectamente a oficinas del SEPE, a pasillos de Hacienda o a salones del Servicio Canario de Empleo: allí donde se regula tu futuro, allí donde se decide tu validez como profesional, ahí está actuando ese poder disciplinario, que individualiza, categoriza y controla.

Y, como señaló Foucault, la oposición a este sistema existe a través de la comprensión del poder: “Pienso, en efecto, que la resistencia es un elemento de esa relación estratégica en que consiste el poder”.

El problema es que ese poder ya está en tu cuerpo antes de que te des cuenta.

La pregunta final es, qué puede hacer el individuo frente al Estado en esta situación.

Para José Ortega y Gasset, el Estado se transforma en “una máquina anónima” que absorbe al individuo, nivelándolo hasta convertirlo en una masa conformista. Defendía que el individuo se queda sin espacio para crecer, para ofrecer su singularidad, para salirse del coro.

Y no habla solo del totalitarismo: lo ve en la democracia misma, cuando ésta deja de ser la contención del Estado y se convierte en su fin último.

Vivimos, decía Ortega, en la era del “señor satisfecho”:

  • quien cree que el progreso es tarea de otros;
  • que no debe esforzarse;
  • que la esfera pública se limita a consumir lo que se le da.

El Estado no es el medio para la libertad, sino un fin en sí mismo.

Y no es una idea abstracta.

Lo veo cada vez que un inspector o inspectora, amparado en su condición, decide acreditar o suspender una formación, sin criterio, sin advertencia, con soberbia, con desprecio por las personas. O hacer una visita sorpresa. O asustarte con algún escrito sin ninguna justificación previa. Solo por... ¡sospechas!

A veces, ni eso.

Es decir: el funcionario no es un mecanismo mecánico, es humano. Y muchos, utilizados como garrote, eligen beneficiarse, anonimizar al que cuestiona, callar al que requiere respuestas.

El miedo termina por ser el instrumento que te encadena.

Fernando Savater lo pone en palabras directas:

“Los enemigos número uno del mundo son los que lleva el ser humano por dentro… el miedo y la pereza; vencerlos es fundamental para la renovación de las cosas.”

Y tiene razón.

El miedo nos enmudece. Nos convence de permanecer en el margen. Nos hace renunciar incluso antes de intentar.

Nos hace conformistas.

Nos deja prisioneros de un poder que funciona desde abajo, pero también desde dentro: nuestras propias dudas y ese susurro que dice: “puede salirte mal de verdad”.

La pereza se instala en la rutina, en la creencia de que otros lo harán. Entre la ciudadanía todos miran hacia otro lado. Nadie denuncia. Nadie se mueve. ¿Por qué? Porque la defensa jurídica cuesta dinero. Y sin dinero, sin abogado, sin representación, la amenaza se convierte en realidad palpable: multas, expedientes, bloqueos, sanciones.

¡No tienes defensa!

Vivimos una dictadura estatista, con sombras democráticas. Donde los de arriba deciden qué cabida tienen los de abajo. Pero también una dictadura del miedo, por dentro, por fuera, por todas partes.

Es algo que se ve en recientes casos reales de corrupción y arbitrariedad.

Recientemente saltó a la palestra mediática una red corrupta de inspectores en el norte de España que se reunía con deudores de Hacienda en Portugal, prometiendo "desaparecer expedientes" a cambio de dinero. La noticia se disolvió como un azucarillo en el agua, porque al fin y al cabo, las grandes corporaciones también tienen miedo.

No es anecdótico ni aislado: es una muestra de que el sistema permite tales conductas, pues cuenta con garantías, con falta de transparencia, con impunidad .

También veo esa ambigüedad en el SEPE, en los certificados que se acreditan o se deniegan en Canarias, donde el escritorio decide el destino de formadores, centros y futuros alumnos. Nadie te previene. Nadie te ayuda a defenderte. Y con una decisión punitiva, por muy arbitraria que sea, enfrente, no encuentras revocación. El poder ya te ha etiquetado. Ya eres culpable.

El silencio se convierte en la herramienta de control, consecuencia del miedo.

Lo más siniestro no es la corrupción —eso es obvio—. Lo más grave es como el miedo silencia. Silencia proyectos, denuncias, ideas.

Silencia la esperanza.

Porque, ¿para qué emprender si te pueden detener? ¿Para qué cuestionar si te pueden aplastar? ¿Para qué vivir con libertad si la libertad cuesta demasiado?

Silenciar al individuo es convertirlo en masa.

Lo despanzurra Ortega y Gasset. Lo explicó hace décadas, pero lo vivimos hoy. Y no es coincidente que cuando algunos preguntan, se les sonríe con condescendencia, se les declara incompetentes, se les cierran puertas administrativas. El Estado se protege tolerando a quienes acatan y aniquilando a quienes preguntan.

¿Hay salida?

Por absurda que parezca mi respuesta, sí: romper el silencio. Aunque sea con palabras. Aunque sea desde un blog. Aunque sea temblando. Aunque no importe si parezco un lobo solitario. Incluso si un día censuran esta entrada, si cierran el blog, si me castigan.

Porque escribir es un acto de resistencia. Un acto de testimonio. Un acto que coloca al Estado en el banquillo de la historia. Aunque tenga miedo, lo escribo. Aunque tenga miedo, lo denuncio. Aunque no tenga dinero, al menos tengo voz.

Y esa voz puede inspirar a otros.

Puede ser piedra, bola de nieve o chispa. Y Foucault nos lo dijo: la resistencia es parte del poder, no está fuera, está dentro del mecanismo.

Es inmanente, latente, estratégica.

España no puede ser simplemente una máquina anónima que se traga a su ciudadanía de manera insaciable. Podemos rescatar al individuo, su fragilidad, su singularidad, su voz. Podemos oír al hombre que cuestiona, aunque sus dudas incomoden. Podemos construir una democracia que no sea una dictadura encubierta.

Así que ahora te hago una propuesta de conclusión.

Llamo a docentes, desempleados, pequeños empresarios, centros de formación, interesados en la transparencia administrativa, a sumar su voz.

No es suficiente con quejarse en privado. No es suficiente con sus susurros en redes.

Hay que hablar en público.

Hay que exigir que todo se publique, que las decisiones tengan motivación, recursos de protección reales, plazos razonables. Hay que exigir responsabilidad personal de los funcionarios, alias rendición de cuentas.

Sin dinero, sin abogados, sin amedrentamientos políticos.

Para eso, necesitamos leyes que protejan al denunciante. Y necesitamos, sobre todo, el coraje de hablar.

El precio del miedo no puede ser el silencio.

Pero solo tú, solo yo, solo todos juntos podremos pagarlo y no dejarnos robar la voz.

Lo escribo porque tengo miedo.

Y escribo para dejar de temer.

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