Ni santos ni salvajes: la batalla cultural del Sur en la era digital

Si hay algo que nos tiene atrapados en este siglo XXI es el curioso efecto espejo roto que representa la relación entre Europa —especialmente España— y América Latina. Una mezcla tóxica de fascinación y rechazo, de superioridad mal disimulada y envidia velada, de mitos que se construyen desde arriba para mantenernos “en nuestro lugar” y que al mismo tiempo pretenden apropiarse de lo nuestro, como si solo existiéramos para alimentar su nostalgia o su exotismo.



No es casual que el alemán o el inglés estén aprendiendo a cantar ritmos latinos en su idioma, porque, al fin y al cabo, la cultura anglosajona y germana —que históricamente ha tratado de dominarnos— no puede evitar imitarnos.

Ahí está la paradoja: esa fascinación también es miedo.

Miedo a algo que, aunque lo nieguen los que tenemos al norte, saben que tiene profundidad histórica, riqueza cultural y una capacidad de resistencia que aún no logran domesticar ni borrar.

Para entender esta relación desigual y contradictoria, hay que abrir varias cajas al mismo tiempo, aparentemente inconexas:

  • el mito político-cultural que representa una figura como Maradona,
  • la persistente mirada de superioridad que España mantiene hacia América Latina,
  • la realidad compleja de los populismos que tanto gustan a la izquierda europea, y, por supuesto, 
  • el dominó silencioso pero efectivo del tecnocolonialismo que opera en los lenguajes, algoritmos y sesgos de la inteligencia artificial.

Cada una de estas cajas parece tener su propio idioma. Sin embargo, cuando las abrimos juntas —y no una tras otra—, descubrimos que están hechas del mismo material: mito, identidad, poder y resistencia.

Maradona: mito sin redención

Diego Maradona no es solo un futbolista ni un meme viral; es un símbolo, un mito político-cultural que encarna todas las tensiones de lo hispano y latino.

Desde el Sur, es visto como un héroe popular que desafió a las élites y a los poderes globales con su talento y su irreverencia. Como diría Eduardo Galeano, “Maradona es el más humano de los dioses”, una figura que encarna la gloria y la tragedia, la rebeldía y la vulnerabilidad.

Desde el Norte —y especialmente en España—, a menudo se reduce a la caricatura del adicto decadente, un bufón que sirve para reírse sin asumir las razones profundas de su rebeldía. Un proto-meme andante aún incluso tras su muerte.

Desde España ni vemos ni sentimos al héroe, al mito, al dios, pero sí desde Argentina y otras regiones del sur de América (además de Nápoles, por cierto). Por medio de —o a causa de— nuestros medios, valga la redundancia, que sostienen una mirada en la que pervive una visión condescendiente y metropolitana, solo tenemos el espejo de la caída del mito. Insisto, no es así más allá de nuestras discutidas fronteras. Pero para darte cuenta hay que levantar la mirada y observar más allá del Peñón de Gibraltar.

Y sí, Maradona tuvo amistades con dictadores, narcos y políticos corruptos. Eso ensucia su mito, pero no puede tapar que su figura también da voz a millones que se sienten invisibilizados y oprimidos. La llamada Iglesia Maradoniana, con su liturgia y sus devotos, no es un chiste sino una expresión genuina de cómo se busca sentido, comunidad y esperanza en medio de un mundo hostil a través de la ironía, el humor, pero también de la veneración del mito.

Aunque aquí entra un matiz importante vinculado a mi mirada: yo no justifico ni he justificado nunca, ni creo que lo haga en el futuro, ídolos de este corte. Mi anarquismo no admite la idolatría ni el poder concentrado, sea estatal, populista o religioso. Valoro la colectividad, sí, pero siempre que no anule la libertad individual ni se imponga autoritariamente. Por eso me chirrían estas figuras y sus entornos, aunque reconozca su importancia simbólica y cultural.

El mito, pues, ya no es una historia sobre el fútbol o sobre una vida mal vivida. Es una forma de resistencia que no siempre me representa, pero que entiendo como necesaria.

España y la mirada torcida

Aquí es donde la figura de Maradona se empieza a volver espejo de otra cosa. De España misma. Porque esa caricatura con la que el Norte reduce al Sur no es patrimonio exclusivo del argentino mítico: es una operación cultural constante.

España, con su historia de dominación y mestizaje, ha desarrollado una mirada que oscila entre la superioridad paternalista y la fascinación reprimida por América Latina. No somos iguales, se dice o se piensa en círculos políticos y culturales; o peor, América Latina es vista como un hermano menor problemático al que hay que corregir y “modernizar”.

Pero la realidad es otra.

América Latina tiene su propia historia, sus propios modos de resistencia y creación; no es un apéndice ni una colonia mental de España ni de Europa. Y sin embargo, esa mirada torpe y a menudo condescendiente persiste, incluso en la izquierda española que, aunque abraza a los populismos latinoamericanos, lo hace con un apoyo idealizado, sin comprender las complejidades ni asumir a América Latina como sujeto político pleno.

Esta dinámica tiene raíces profundas y puede ser también resultado de una España que, para ser aceptada en la élite europea, reniega de su mestizaje y de su vínculo con el Sur. Es un gesto de autoalienación que aún arrastramos y que urge superar. Como María Zambrano, exiliada y pensadora esencial, nos recordaba, la comprensión profunda solo se logra abrazando la complejidad y evitando la simplificación que tantas veces nos venden desde las élites.

Y aquí la mirada torpe conecta directamente con el mito: si no vemos a Maradona, es porque no queremos ver. Porque ver implica romper nuestra propia narrativa de superioridad ilustrada y descubrir que el otro no es un inferior, sino un espejo incómodo.

Populismos: la promesa rota

Desde mi posición, sin embargo, no puedo adherir ni romantizar los populismos latinoamericanos. Esos gobiernos que prometían “democratizar el poder económico” no solo han fallado en hacerlo de verdad sino que muchas veces han reproducido formas de concentración autoritaria, clientelismo y corrupción.

No se trata de fanatismo ni de infantilismos, sino de una crítica firme a modelos que, aunque surgieron de la necesidad real de inclusión, han fallado en construir estructuras democráticas sólidas que respeten la autonomía individual. El poder no puede estar en manos de un grupo o un líder que imponga, aunque se diga que “es el pueblo”.

Como señalaba Octavio Paz, el populismo puede ser “el sueño frustrado de la democracia”, donde la vocación popular termina encadenada a una figura o a una maquinaria burocrática.

Mi progresismo es radicalmente social, pero también radicalmente individualista en cuanto a la libertad. Por eso me desmarco de cualquier modelo que sacrifique lo uno en favor de lo otro.

Aquí también se cruzan las líneas del mito y la mirada: porque los populismos surgen de esa misma necesidad de construir relatos que opongan resistencia. Pero cuando el relato sustituye al proceso, volvemos a caer en la trampa del mito como farsa.

Tecnocolonialismo: la nueva frontera de la subordinación

Hay algo profundamente revelador en el hecho de que hasta las máquinas nos lean en inglés. No es solo una cuestión de utilidad práctica, ni una anécdota del dominio técnico: es una declaración silenciosa de supremacía cultural, disfrazada de neutralidad tecnológica.

Los lenguajes de programación no son neutros. Los algoritmos no son imparciales. Las inteligencias artificiales no son tabulas rasas. Son, en el fondo, nuevas formas de repetir el viejo gesto colonial: imponer una lógica, una sintaxis, un modelo del mundo —esta vez sin cañones ni cruzados, pero con datasets y patrones lingüísticos entrenados desde los márgenes del Atlántico Norte.

Si la colonia clásica domesticaba cuerpos, la colonia digital domestica significados. No por nada nuestras referencias culturales —literarias, filosóficas, musicales— apenas logran colarse por los poros del nuevo aparato técnico. ¿Cuántas veces un sistema de recomendación, un motor de búsqueda, una IA generativa reconoce con soltura a Sor Juana, a Vallejo, a Retamar o a Sarduy? ¿Dónde quedan nuestras formas del decir, nuestras inflexiones irónicas, nuestras intensidades barrocas?

Esta desatención no es olvido: es borradura activa.

Y lo peor es que, muchas veces, somos nosotros mismos quienes colaboramos con entusiasmo en ese proceso, fascinados por la estética de Silicon Valley, convencidos de que hablar el idioma del colonizador nos convierte en parte del club. Pero no hay club: hay cúpula. Y la cúpula no se comparte, se sostiene desde arriba.

La pregunta no es si estamos dentro o fuera de la tecnología, sino desde dónde estamos escribiendo dentro de ella. Y si ese “dentro” nos permite aún respirar.

Canarias: umbral sin épica

Desde aquí, desde estas islas con nombre de perro, la cuestión de la periferia se experimenta de forma especialmente ambigua. No somos ni el sur-sur latinoamericano ni el norte funcional europeo. Somos otra cosa: una anomalía histórica que ha aprendido a sobrevivir sin resolver del todo su identidad.

Y eso, lejos de ser un defecto, puede ser una potencia.

Canarias nunca fue verdaderamente independiente, pero tampoco ha sido plenamente integrada. Ha oscilado siempre entre la subordinación administrativa y la autonomía simbólica, entre la nostalgia atlántica y la aspiración continental. Esta situación liminal no es cómoda, pero permite observar —y señalar— las contradicciones de quienes sí creen habitar un centro.

Aquí se siente, como en pocos lugares, la simultaneidad de todas las tensiones de este texto. Somos parte de España, sí, pero también parte de esa otra España que niega a América Latina y, por ende, se niega a sí misma. Somos parte del mundo hispano, pero arrastramos un legado colonial propio, proyectado hacia América, hacia África y hacia nuestras propias islas con una violencia no siempre reconocida. Y somos parte del mapa tecnológico global, pero siempre como consumidores, nunca como diseñadores del discurso.

Desde Canarias, entonces, se puede ver con más claridad que lo que hay no es una red de relaciones, sino un sistema de asimetrías. Un sistema que a veces se disfraza de alianza, otras de mestizaje, otras más de multiculturalidad sonriente, pero que en el fondo sigue operando como maquinaria de subordinación.

Hilos conectores: mito, identidad, poder y resistencia

Todo esto —Maradona, la mirada española, los populismos, la tecnología, Canarias— no son episodios aislados, sino manifestaciones de una misma estructura fractal. Un sistema donde las lógicas del centro y la periferia se reproducen una y otra vez, con distintos rostros y lenguajes, pero con una mecánica reconocible: convertir lo otro en objeto, convertir el margen en decorado, convertir la diferencia en déficit.

  • El mito de Maradona no es solo la historia de un ídolo rebelde: es la tensión entre lo que el poder no puede asimilar y lo que intenta reducir a caricatura.
  • La mirada condescendiente de España no es solo una rémora del colonialismo: es el síntoma de una Europa que, para reafirmarse, necesita negar el Sur que habita en su propia historia.
  • El fracaso de los populismos no es solo decepción política: es la demostración de que la retórica de “lo popular” no garantiza, por sí sola, ninguna emancipación real.
  • Y el tecnocolonialismo no es una novedad, sino la versión más sofisticada de una larga tradición de silencios impuestos.

Incluso Canarias, con su identidad ambigua y su experiencia periférica, no es una nota al pie, sino el lugar desde donde esta red de relaciones —conflictuadas, inestables, a veces poéticas— puede observarse sin la comodidad del centro ni la resignación de la periferia.

¡Todo se cruza con todo!

Porque el poder no actúa en línea recta: se ramifica. Y por eso mismo, la resistencia no puede ser lineal ni unívoca: debe ser simultáneamente cultural, política, tecnológica y simbólica.

Romper el ciclo

Este texto, en ese sentido, no busca resolver nada. No ofrece soluciones fáciles ni proclamas esperanzadas. Solo propone una mirada incómoda desde el margen, una manera de pensar contra la corriente, una escritura que no se adapta ni se disculpa.

Es, en definitiva, una defensa del pensamiento difícil. 

Del ensayo como ejercicio de lentitud, de complejidad, de conexión entre cosas que no encajan a simple vista.

No se trata de “contar nuestra historia”, como si hubiera una sola, ni de “alzar la voz”, como si alguien nos fuera a escuchar por cortesía. Se trata de otra cosa: de construir —con todos los materiales que el poder ha descartado— una manera de habitar la cultura sin pedir permiso.

Una cultura que no sea ni decorativa ni servil.

Ni víctima ni epígono.

Una cultura, en fin, que sea capaz de pensarse a sí misma sin miedo, sin ídolos, sin amo.

Comentarios

Decálogo ideológico de este blog:
Dignidad, palabra y criterio.

Entradas populares