Que un funcionario te hable de emprendimiento es estúpido
A veces tienes éxito y no lo sabes. A veces, simplemente, sobrevives, te adaptas, te reinventas. Y otras, te das cuenta de que todo eso que has hecho no es otra cosa que una acumulación de pequeños fracasos que, por pura insistencia, se han convertido en un aprendizaje valioso.
O al menos en una historia que contar.

Cuando la Consejería de Sanidad decidió cerrar la sede de la Fundación Canaria de Investigación y Salud en la isla de Tenerife, podría haber aceptado el destino que otros me habrían asignado. Podría haberme dejado reubicar, haber seguido en la rueda de la administración, haber optado por la estabilidad. Pero decidí que no. Pedí el despido, la indemnización y me lanzé al vacío, sin paracaídas y sin saber que la caída sería larga. Mucho más larga de lo que imaginaba.
Empezó entonces una travesía que me llevó por una consultora de proyectos digitales, donde pasé casi un año y medio. Luego, un coworking con promesas incumplidas que derivó en seis años apostándolo todo a mi propio proyecto, el que se suponía que sería el definitivo. Pero no. Salí con una mano delante y otra detrás, habiendo aprendido que la pasión no paga facturas. Después, una etapa errática de freelancer, acumulando trabajos, clientes, marcas personales, altibajos económicos, renuncias y pequeños triunfos a los que nunca di demasiado bombo. Hasta que el azar me llevó a la docencia, donde sigo, quizá por inercia, quizá porque he encontrado algo de estabilidad dentro de este caos perpetuo.
He trabajado para organizaciones en Madrid, Londres, Valencia y Barcelona, pero también para pequeñas empresas locales que apenas tienen presencia online. He conocido mercados y sectores que ni siquiera imaginaba. He influido en el éxito de algunas marcas y he pasado desapercibido en otras tantas. He tenido momentos de estrechez económica, de esos de mirar la cuenta con angustia, y otros en los que, como se diría en mi barrio lagunero, "me he bañado en el dólar". Pero sobre todo, he aprendido a recomenzar. Una y otra vez. A caer y levantarme hasta que ha dejado de doler. A no celebrar demasiado los logros y a no ocultar los fracasos.
A normalizar la incertidumbre.
Y mientras tanto, a mi alrededor, la mayoría sigue en el mismo sitio, con el mismo sueldo, con la misma rutina, con la misma estabilidad que a veces envidio y otras agradezco no tener. Porque es un arma de doble filo: da tranquilidad, pero también anquilosa. Hace que la vida pase sin que pase nada.
Lo curioso, lo irónico, lo absolutamente descacharrante, es que muchos de los que nunca han emprendido, de los que nunca han arriesgado nada, de los que han pasado tres décadas con el mismo café en la misma mesa de la misma oficina, son los que ahora pontifican sobre emprendimiento.
- Funcionarios bien acomodados en su plaza vitalicia que hablan de "agilidad empresarial" con la misma solvencia con la que un pez hablaría de trepar árboles.
- Expertos en "innovación" desde despachos enmoquetados donde la mayor decisión del día es si pedir cortado o con leche.
- Gurús de la "cultura emprendedora" que nunca han vendido nada que no fuese una idea vacía en un power point.
Porque de todo eso hay. Y en demasía.
Y no es que me moleste que opinen. Lo que me jode, de verdad, es que tengan poder. Que decidan quién recibe ayudas, quién merece apoyo, quién tiene "potencial" y quién no. Que diseñen estrategias de fomento del emprendimiento sin haber sentido nunca el miedo real de que no te paguen una factura. Que hablen de resiliencia sin haber tenido que reinventarse. Que midan el riesgo desde la seguridad de un salario fijo y una plaza blindada. Que organicen charlas sobre "emprender con pasión" sin haber apostado nada de su propio bolsillo.
Porque sí, la vida es irónica. Y mientras unos jugamos a sobrevivir, otros juegan a entender lo que nunca han vivido.
Son los Pinochos del emprendimiento.
Pero Pinochos sin sufrir nunca ninguna consecuencia.
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